Al mismo tiempo que las islas de los archipiélagos de la Macaronesia eran visitadas por razones comerciales, de contrabando o piráticas, también se convirtieron en lugares de avituallamiento para la mayoría de las embarcaciones europeas que viajaron en la segunda mitad el siglo XVIII hacia los Mares del Sur, América u Oriente. Muchas de las naves fondeaban en los puertos isleños por las baraturas de sus mercados, la calidad de sus vinos y, en el caso de Tenerife, por la presencia del Teide, ya que muchos de los expedicionarios querían realizar una ascensión a la montaña más alta del mundo, hasta hacía poco, un verdadero impulso del navegante del siglo de la Ilustración.
No fue hasta después del fin de la Guerra de los Siete Años, tras la firma del tratado de París el 10 de febrero de 1763, cuando comienzan las expediciones científicas al Pacífico. Es entonces cuando se produjeron una serie de viajes, que se proyectaron en el siglo XIX, cuyas improntas van a ser claves en la invención del turismo, no tanto en el archipiélago de Madeira como en las islas Canarias, aunque ya las visitas no eran tanto para re