Para la probable crónica de los encuentros vitales que uno, al filo de la desembocadura, deberá componer, toda precisión temporal siempre ha de ser bien recibida, así como la constatación de que todos los lazos siguen anudados y la misma extensión de la cuerda se muestra visible y tangible al cabo del viaje existencial. Por eso, ahora, que me enfrento al prólogo de un volumen tan singular y con tanta historia cronológica formando una tupida malla de encuentros, considero que la relación de nombres, fechas y hechos que se han de formalizar por escrito exigen de una voluntad clara por no andarme por las ramas, como hago con frecuencia; y no por deseos de eludir los asuntos que me atañen en el instante discursivo de la digresión ni por voluntad alguna de mostrarme heterogéneo, multidisciplinario, polifacético, con la divagación, sino simple y llanamente porque no me doy cuenta de esta tendencia mía a la hora de expresarme que, como los malos o, mejor dicho, inexpertos conductores, me hace tomar la ruta más larga cuando hay una más corta tan segura y eficaz como la amplia.
Un ejemplo de esto que señalo acaba de suceder: tras la afirmación «no andarme por las ramas» acabo de trepar por Hyperión, la secuoya roja más grande del Parque Nacional de Redwood, como si fuera el más avezado primate en sortear ramas. He llegado a la copa del árbol y compruebo que no solo me he ido por las ramas, sino que he seguido poniendo más ramas al árbol de mi pedante verborrea. ¿Ves cómo no miento?
Mas dejemos el tema y retomemos el hilo de lo que conviene, que no es otra cuestión que la de dar forma a una suerte de muescas cronológicas y anecdóticas que han de servir para entender el nacimiento de este libro, un tomo que, visto con la debida perspectiva, era inevitable que terminase viendo la luz a tenor de la cantidad de circunstancias que lo han ido situando en el punto de salida y que, previo a mi desbarre discursivo, anuncié a medias con la expresión «tupida malla de relaciones», refiriéndome así a las numerosas conexiones dadas en un espacio y momento puntuales entre personas y hechos que, aparentemente, nada parecía presagiar que se fueran a dar. En una isla como Gran Canaria, donde sus formas redondas invitan a un inevitable reencuentro sea cual sea la dirección que se adopte yendo a favor o en contra de las manecillas del reloj, las posibilidades de que se produzca este contacto son tan elevadas que, con el tiempo, y siempre ante determinados casos vividos, he terminado por dudar de si tanto azar confluyente en realidad no es más que una prueba de que el destino existe y que el encuentro iba a producirse sí o sí. En fin, en términos coloquiales, todo este rollo se sintetiza en una frase proverbial: el mundo es un pañuelo, no más.
Demostraré el alcance de esta paremia (lo intentaré, al menos) desglosando algunas cuerdas de la malla que se han cruzado en mi camino hacia la desembocadura. El propósito de este ejercicio, el ya expuesto: nutrir la probable crónica de mis encuentros vitales y, de paso, de algunos de mis quehaceres. Veamos: